Las lenguas indígenas en el ocaso del Imperio Español Humberto Triana y Antorveza
He querido recoger en cuatro capítulos sustantivos, la vida de nuestras lenguas indígenas en la historia universal y local en el período comprendido por el último cuarto del siglo XVIII y la primera década del XIX. Para lograrlo he tenido que acercarme a varios personajes, situándolos en una época que marcó la historia con características propias.
Don Carlos III en la segunda etapa de su reinado (1776-1788), propuso como objetivo prioritario de gobierno la elaboración y puesta en marcha de una política de Nacionalismo Ilustrado, cuyos exponentes descansaban sobre la unidad administrativa, la seguridad atlántica de los países americanos (para el comercio y la defensa territorial) y la unidad cultural (a partir de la lengua castellana). España pretendía modernizarse para así alcanzar a otros países europeos. El reformismo carolingio respondía, por lo tanto, a un movimiento universal que tenía como dinámica un nacionalismo integrador. Así, el Despotismo Ilustrado de España entendió que la unidad lingüística era el medio más propicio para lograr la universalización del conocimiento técnico y científico entre las masas populares.
Mitificada, con cierta y justificada razón, como la "Semiramis del Norte" y la "Minerva Rusa", Catalina de Rusia dio el primer impulso a los estudios lingüísticos al ordenar la conformación de un diccionario universal de las lenguas del mundo. Señora de un gigantesco imperio plurilingüe, no sólo debía atender a sus necesidades administrativas, sino que al mismo tiempo, tenía que contestar a las inquietudes e ilimitada curiosidad de los enciclopedistas franceses y demás sabios de la Ilustración.
Casi por estas mismas kalendas, varios jesuitas que desde las posesiones españolas llegaron a la península italiana, canalizaron su vocación e interés científico hacia los estudios americanistas, encontrando en el abate Lorenzo Hervás y Panduro a un estupendo catalizador. Muchos de ellos conocían una o más lenguas indígenas y Hervás y Panduro se dedicó con oportunidad y constancia a recuperar tales conocimientos. Con dichos elementos, vertebrados por la idea cristiana de la Torre de Babel, la dispersión de las lenguas y la unidad primordial de la especie humana, el exjesuita, procuró demostrar el parentesco recíproco de las lenguas y su difusión desde la Mesopotamia. Clasificación que, sin duda hoy día, nos resulta no sólo empírica sino insuficiente. Empero, esto mismo resultó clave para buscar nuevos derroteros en la investigación lingüística.
Por último, me he acercado a la figura proteica de Alejandro de Humboldt, el barón prusiano a quien tanto debe la ciencia. Exploró primeramente a nuestro país desde el lado venezolano y luego en 1801 penetró al Virreinato de la Nueva Granada por Cartagena. En Santafé de Bogotá vivió por cerca de dos meses. Además de la Carta del río Magdalena, escribió una Memoria sobre las salinas de Zipaquirá y visitó la laguna de Guatavita y el Salto de Tequendama. Herborizó en los alrededores de la sabana de Bogotá, en compañía del dibujante Javier Matis. Con su lápiz abocetó diestramente las bellezas naturales de nuestro país. El sabio bogotano don Ezequiel Uricoechea lo conoció en Berlín. Para Humboldt, el organismo y la estructura de las lenguas indígenas reflejaban la índole espiritual de los pueblos, hacían evidente su síntesis histórica y perpetuaban a una nación en su verdad. Humberto Triana y Antorveza.
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